domingo, 6 de diciembre de 2009

VACÍO

Había caído ya la noche cuando el Publicista terminó su obra. Había pasado varios días trabajando en ella sin descanso, y cuando por fin dio por concluida su tarea, se separó de ella unos pasos para poder contemplarla en todo su esplendor. La escultura se le antojó excelente. Era imponente en sus formas, impecable en los detalles, y cada palmo de la misma destilaba una belleza conmovedora. La rodeó lentamente en un paseo triunfal para poder verla desde todos los ángulos, sin ánimo de ocultar el inmenso orgullo que le inspiraba. Era la mejor obra que jamás había creado.
El Artista permanecía inmóvil, con un gesto indescifrable en la cara. Finalmente, el Publicista se giró hacia él con una mirada inquisitiva; y éste, sin mediar palabra por el momento, avanzó hacia la escultura y extendió la mano para tocarla. No obstante, se detuvo cuando ya casi la podía rozar.
-¿Puedo?
-Por favor –consintió el Publicista.
El Artista acarició la enorme obra, y sus manos expertas leyeron las rugosidades y relieves de la misma como si de un libro abierto se tratase. Y a medida que los segundos pasaban, su gesto se fue tornando más y más grave. Finalmente, golpeó con los nudillos la superficie suavemente, prestando atención al sonido que emitía.
-No la presentes –dijo, en tono severo.
-¿Cómo dices? –el Publicista no daba crédito a lo que oía-. ¿Y qué pretendes que haga con ella?
El Artista no rebajó un ápice su seriedad.
-Te sugiero que la destruyas –concluyó-, o será ella la que acabe por destruirte a ti.
El Publicista se indignó al escuchar aquellas palabras.
-No sabes lo que dices –gritó, rojo de cólera-. Tan solo tienes envidia porque he creado una obra más bella de lo que tú nunca podrás hacer. Lárgate de mi taller. Te haré llegar una invitación a la presentación, para que puedas palidecer de la misma envidia que ahora te corroe.
El Artista, entristecido, caminó hacia la puerta. Al abrirla, se giró, dispuesto a decir algo; pero sus ojos dieron con la iracunda mirada de aquél a quien había considerado un amigo, y cambió de idea. La puerta se cerró con suavidad, y el Publicista se quedó a solas con su obra maestra.

La preparación del evento fue casi tan ardua como la propia creación de la escultura. Sin embargo, el Publicista dominaba los medios y tenía muchos contactos de relativa influencia. Sabía perfectamente que el modo de vender el producto era más importante aún que el producto en sí; por lo que la presentación debía de tener una trascendencia sin precedentes. El museo más importante de la ciudad le cedió su sala principal, y consiguió involucrar a todo tipo de medios en una campaña que fue tomando una envergadura impensable. Para cuando llegó la fecha, todos los ciudadanos sabían ya de la presentación de su escultura.

El salón de actos del museo estaba abarrotado. El presentador hablaba a plena voz para desmarcarse del incesante rumor del público, que no podía contener su expectación. Miraban el telón que ocultaba la escultura con ansiosa curiosidad. El Publicista contempló a toda aquella gente, extasiado por la gloria del momento. Ni siquiera era capaz de pensar con claridad, ebrio de éxito como estaba; y un temblor recorrió sus manos mientras subía el telón para descubrir su escultura.
La belleza de la obra inundó la sala en un deslumbrante torrente que arrancó las entrecortadas ovaciones de los asistentes, demasiado conmovidos aún como para poder aplaudir abiertamente. El Publicista se concentró en apreciar las reacciones de cada uno de los asistentes, alimentándose de ellas; y tras unos instantes, se acercó a la escultura para pronunciar su discurso. A continuación, todo ocurrió muy rápido.
Posó una mano sobre la escultura para acariciarla. Era un gesto que había ensayado en innumerables ocasiones al preparar aquel discurso. Se giró hacia su público para pronunciarse. Sin embargo, los semblantes de los allí reunidos pasaban de la admiración a la sorpresa. Se volvió hacia su gran obra para ver lo que ocurría. Y lo que vio le produjo escalofríos.
La fina y delicada superficie de la escultura se estaba resquebrajando, y una vez iniciado el proceso, sus efectos fueron devastadores. La inconsistencia de la obra era tal, que una vez abierta la primera grieta, la estructura no fue capaz de soportar su propio peso; y pedazo a pedazo, se convirtió en un enorme montón de escombros. El Publicista observó los restos de su obra sin aliento. De pronto, el presentador, el público y la sala se le antojaron lejanos, casi irreales. Todo cuanto le rodeaba fue perdiendo consistencia rápidamente… y entonces, se desmayó.

La sala estaba prácticamente vacía ya. Las últimas personas la abandonaban bajo la velada mirada del Publicista, que permanecía sentado en el suelo, derrotado. Aún trataba de asimilar lo que había ocurrido. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos, que no advirtió a la persona que se le acercaba hasta que le posó una mano consoladora sobre el hombro.
-Recibí tu invitación –le dijo el Artista. No había burla en su voz. Tan solo tristeza.
-Tú lo sabías –recordó el Publicista, volviéndose lentamente hacia su viejo amigo.
El Artista no contestó inmediatamente. Suspiró profundamente, escogiendo sus palabras con cuidado.
-Traté de advertirte –afirmó por fin-. Tu obra era impecable, excelente…, en su exterior. Pero en su interior, no tenía una estructura lo suficientemente sólida como para proteger o respaldar su belleza exterior. Simplemente, no tenía consistencia. Estaba hueca, vacía.
El Publicista hundió la cabeza entre sus rodillas, abatido.
-¿Cómo pude ser tan idiota…?
-No te culpes –instó el Artista-. No podías saberlo. Mira a tu alrededor –hizo un gesto vago con el brazo que abarcaba toda la sala-. Esta sala, los medios, el público… Tú eres un publicista. Yo nunca habría sabido cómo lograr este impacto mediático. Pero del mismo modo, hay cosas que yo sé porque soy un artista, y que tú no puedes saber, porque no lo eres. Cuando vi la forma de tu escultura, y calculé su peso y grosor, supe que acabaría por romperse. Es el riesgo de crear una obra vacía. Pero tú no tenías el conocimiento suficiente.
El Publicista miró con tristeza los escombros que otrora fueran su obra maestra. Quiso llorar, pero no pudo. Él también estaba vacío.

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