domingo, 10 de enero de 2010

SOLO UNOS PANTALONES

No habían sido pocas las ocasiones en las que se habían dirigido a él sin que este se diese por aludido a causa del volumen de su música, así que al entrar en la tienda, el joven desconectó su MP3. Sin embargo, descubrió con sorpresa que la música del establecimiento estaba más alta incluso que su aparato. Los ritmos techno inundaban el local, sobrepasando el umbral de lo molesto, y el muchacho se preguntó si no se habría equivocado; si la supuesta tienda de ropa no sería en realidad una nueva sala de fiestas, y si el dependiente que despachaba artículos de moda en el mostrador no sería en realidad una especie de DJ camuflado.
El ambiente que lo rodeaba era, de hecho, de lo más festivo. El local estaba atestado de personas que, solas o en grupo, recorrían las estanterías buscando presas con la ansiedad dibujada en sus rostros; no fuesen a irse de allí de vacío. Era, sin duda, la típica estampa de un sábado noche en cualquier bar de la ciudad.
En el mostrador, papel y plástico se burlaban de la crisis. Al fondo, dos señoras se disputaban una chaqueta; a punto de aplicarle la ley salomónica. Dos dependientas autistas perdían un tiempo ajeno en doblar camisas mientras contaban las horas, todo un oasis de calma y serenidad entre la jungla urbana. Y ante aquel caos, el chico se limitó a tratar de pasar desapercibido; intentando dejar espacio libre con el resto de la gente, mientras se preguntaba qué diablos le pasaba a todo el mundo.
Se dirigió de esta guisa a la sección de pantalones, y no tardó en comprobar que un devastador huracán humano había arrasado con la práctica totalidad de los artículos que recordaba haber visto no muchos días atrás. Apenas quedaban unas pocas tallas XL y XXL. Recordándose a sí mismo que tenía que comer mucho más, siguió pasando pantalones de la hilera, hasta que sus manos chocaron con otras que recorrían la misma hilera en sentido contrario. Alzó la vista, dispuesto a disculparse con el propietario de aquellas manos, pero lo que encontró fue un rostro enrojecido y definitivamente hostil que le lanzaba una mueca, mezcla de ira y desprecio. No pudo evitar recordar a Toto, el rottweiler de su vecino, que tenía una expresión muy similar en su enorme cabezota. Un perro listo; su amo lo había educado hasta conseguir que se sentase y diese la patita, entre otras cosas. Desgraciadamente, aquel hombre que tenía delante no parecía demasiado dispuesto a darle la patita (no, al menos, a la altura de la mano), pues las tenía ambas ocupadas en aferrar un pantalón; como si fuese el único punto fijo de un mundo decadente.
Así pues, el joven se limitó a apartarse del camino del hombre, y a seguir ojeando los pantalones mientras se preguntaba si no estaría mejor viendo la tele en casa. Seguro que daban algo interesante a esas horas. Anuncios, probablemente.
Por fin, encontró unos pantalones de su gusto, y se dirigió al probador más cercano. Después de un rato, la cola de seis personas que tenía delante fue liberándose, y consiguió probarse aquellos pantalones. No le entusiasmaban, pero tampoco le disgustaban; y la cadena de tiendas había conseguido ya para aquel momento erosionar su moral en la guerra psicológica que ambos habían entablado al entrar él en el local. Sólo quería pagar y salir de allí.
Sorteando multitudes, sudando, y padeciendo fobias que jamás hubo imaginado que lo pudiesen poseer, consiguió llegar a la cola del mostrador, que era la hermana mayor de la cola de los probadores. La gente discutía sobre quién iba antes o después. Algunos se empujaban, en lo que debía de ser el nuevo baile de moda. ¿Pero qué pasa hoy?, se preguntaba el muchacho una y otra vez.
Al fin, le llegó el turno de pagar, lo cual no era tan doloroso porque después podría irse. La dependienta le quitó las etiquetas a sus nuevos vaqueros, y mientras los doblaba, le dijo:
-Son de nueva temporada, así que no están de rebajas, ¿de acuerdo?
-¿Rebajas? ¿Pero qué rebajas? –inquirió el chico, sin comprender-. Si yo solo quería unos pantalones…

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